Por Rosario Ferrer
La corrupción ha sido, desde siempre, una de las principales amenazas a las que se enfrentan las democracias, la cual socava los cimientos de la confianza pública y debilita las instituciones. Sin embargo, no en todos los países se presenta en igual grado, lo que indica que hay factores que la agravan y otros que la apaciguan. ¿Qué determina el grado de corrupción de un país? ¿Podemos hacer algo para detenerla?
La corrupción, un fenómeno global
Uno de los grandes problemas a los que se enfrentan las democracias desde tiempos inmemorables es el fenómeno de la corrupción. Este consiste en el abuso del poder conferido por el pueblo para obtener beneficios privados por parte de los que lo detentan. La corrupción erosiona la confianza, debilita la democracia, obstaculiza el desarrollo económico y exacerba aún más la desigualdad, la pobreza y la división social. Sus altos costos se ven reflejados en múltiples ámbitos de la vida de los ciudadanos, desde costos políticos como la libertad y el Estado de derecho, hasta costos sociales que atentan contra su participación en la vida política. He aquí la importancia de la búsqueda de soluciones por parte de los Estados para enfrentarse a esta problemática y así sostener los pilares resquebrajados de la democracia.
Si bien la corrupción es una problemática global, sus niveles varían significativamente según el país del que estemos hablando. Esto sugiere que existen factores que fomentan su crecimiento y otros que fomentan su reducción. Ahora bien, ¿qué va a determinar el grado de corrupción de un país?
¿Basta con controlar la corrupción?
Una de las medidas más populares a la hora de buscar detener la corrupción es la creación de organismos de control y reglamentaciones estrictas. De esta manera, se busca monitorear el desempeño de los gobernantes y evitar prácticas deshonestas.
Por ejemplo, en Suecia –uno de los países más transparentes del mundo, según Transparency International– existen organismos de control como el Riksrevisionen, el cual examina cómo el gobierno utiliza el dinero de los impuestos en las operaciones gubernamentales, y el Defensor del Pueblo para la Justicia que controla que las autoridades trabajen de conformidad con las leyes y reglamentos que rigen su trabajo.
Suecia no es único país que ha tomado este tipo de medidas, sin embargo, no en todas las partes del mundo son eficientes. Tal es el caso de varios países de Latinoamérica, los cuales cuentan con altas tasas de corrupción percibida. Por ejemplo, en nuestro país, por más que se haya creado la Oficina Anticorrupción en 1999, los niveles de corrupción no parecen tener freno. Según el Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) 2023 elaborado por Transparencia Internacional, Argentina ocupa el puesto 98 entre un total de 180 países. En esta medición, Argentina obtuvo 37 puntos sobre un máximo posible de 100, lo que indica una percepción de corrupción significativa y que está por debajo del promedio global, que es de 43 puntos.
Por esta razón, no basta con la existencia de organismos de control, sino que deben ser efectivos. Ahora bien, esa efectividad va a depender de otros aspectos a considerar, tales como la cultura política del país analizado.
Un problema cultural
La cultura política comprende los valores, creencias y pautas de conducta relevantes para el proceso político que prevalecen entre los individuos y grupos de la sociedad. En este sentido, si en una sociedad determinada se sostiene un fuerte compromiso con la transparencia y una baja tolerancia a las prácticas corruptas, consecuentemente, los niveles de corrupción serán mínimos.
Esto último sucede en Suecia, donde la tolerancia a la corrupción es cero. Los casos de este tipo son tomados con máxima seriedad, llevando incluso a la dimisión de los gobernantes implicados. Un claro ejemplo fue lo ocurrido en 1995 con Mona Sahlin, quien fue viceprimera ministra. Sahlin había utilizado la tarjeta del Riksdag para comprar dos barras de chocolate Toblerone y un vestido, lo que representaba aproximadamente 35 euros. Aunque ella reembolsó el dinero, la situación generó un gran revuelo, pasando a la historia como “l’affair Toblerone”, y finalmente llevó a la renuncia de la funcionaria.
En otros países, como la Argentina, la cultura política ha sido históricamente tolerante a la corrupción. Este tipo de prácticas han llegado a normalizarse, volviéndose una costumbre del entramado político nacional y terminando dejando impunes a los culpables. De esta manera, frenar la corrupción se vuelve un desafío todavía mayor que requiere, no solo reformas legales y administrativas, sino también una transformación profunda de los valores de la sociedad.
El desafío siempre postergado
La corrupción, en tanto fenómeno multidimensional, surge de una amplia variedad de causas que, al combinarse, dan lugar a las particularidades específicas de cada país. Algunas de ellas tienen que ver con la existencia de organismos de control eficientes y la cultura política, como se mencionó ut supra. Pero también otras variables como el sistema político, la distribución territorial del poder y el sistema de partidos que adopte cada país, van a repercutir en la corrupción percibida en él. Esto da cuenta de la complejidad de la problemática en cuestión y en la necesidad de coordinar esfuerzos entre la comunidad internacional para ponerle un freno a su difusión.
Sin embargo, los grandes foros internacionales, como el G20, descuidan constantemente este problema, ya sea por intereses personales de los líderes que los componen o, simplemente, por un orden de prioridades establecido. Fuese del modo que fuese, al no priorizar la lucha contra la corrupción, se socavan todos los demás problemas de su agenda, debido a la naturaleza transversal de este fenómeno. Surge entonces la pregunta: ¿cuán obvia tiene que ser la corrupción antes de convertirse en una prioridad?