
Por Paula Villaluenga
Cada vez que un Papa muere y otro es elegido, los medios se impacientan por el color del humo y los lujos del Vaticano. Pero el fenómeno papal trasciende el rito: el obispo de Roma llegó a convertirse en un actor decisivo en conflictos internacionales, procesos de paz y debates globales. ¿Cómo pasó un líder espiritual a erigirse en árbitro entre Estados, convocado tanto por dictaduras como por democracias? Este artículo recorre milenios de historia diplomática, mezcla episodios emblemáticos y reflexiona sobre la proyección actual y futura del Papado como “poder blando” – esa capacidad de influir sin recurrir a la fuerza, apoyado en prestigio y credibilidad moral.
El Papa y la Santa Sede como Estado
La autoridad del obispo de Roma hunde sus raíces en el siglo I, cuando la comunidad cristiana veía en Pedro al primer “Papa”. Durante la Antigüedad tardía, junto al derrumbe del Imperio Romano, la Iglesia llenó el vacío de poder, erigiendo al Papa como árbitro entre facciones imperiales y protector de los pobres. No obstante, su verdadera estatización política llegó mucho después. Los Estados pontificios, surgidos entre los siglos VIII y IX, mantuvieron un dominio territorial hasta el siglo XIX, cuando la unificación italiana los arrinconó. Recién en 1929, con los Pactos de Letrán, Mussolini y el Papado acordaron la creación de la Ciudad del Vaticano como Estado soberano, mientras la Santa Sede —la entidad jurídica eclesiástica encabezada por el Papa— se reconocía como sujeto de derecho internacional.
Ese arreglo diplomático redefinió la capacidad del Pontífice: pasó de ser “príncipe de la Iglesia” a “Jefe de Estado” con embajadas propias (nunciaturas) y voz en foros como la ONU. Hoy, la Santa Sede mantiene relaciones diplomáticas con 183 países y es Estado observador en Naciones Unidas. Esa autonomía territorial—modesta en extensión y población—se equilibra con la amplísima base católica global, que supera los 1.300 millones de personas, convirtiendo al Papa en un interlocutor que combina poder religioso con instrumentos de la diplomacia clásica.
Esa evolución institucional no solo cimentó la soberanía del Vaticano, sino que también dio lugar a una red de representantes permanentes: los nuncios apostólicos.
Los nuncios apostólicos: embajadores de una comunidad global
El primer nuncio apostólico permanente se acreditó en Venecia en 1500, dando forma a lo que hoy llamaríamos “servicio diplomático”. Pero a diferencia de las legaciones seculares, el nuncio tiene un doble mandato: representa al Papa ante el Gobierno anfitrión y supervisa la vida de la Iglesia local. En numerosos países, la tradición lo ubica como decano del cuerpo diplomático, una distinción que subraya el peso histórico de la Iglesia.
Esta red de diplomáticos, desplegada en casi todos los rincones del planeta, se nutre de la fidelidad de las comunidades católicas locales y de una infraestructura eclesiástica que incluye órdenes religiosas, ONG y congregaciones dedicadas a la salud y la educación. Esa malla de contactos permite al Vaticano obtener información de primera mano sobre tensiones sociales, crisis humanitarias o violaciones de derechos humanos, y reaccionar con pronunciamientos, visitas pontificias o mediaciones preventivas.
Con esa malla de diplomáticos desplegada en todos los continentes, la Santa Sede pudo intervenir de manera determinante en momentos de tensión, como muestran estos casos emblemáticos:
- El laudo del Beagle (1978)
A fines de 1978, el conflicto limítrofe por las islas del canal del Beagle llevó a Argentina y Chile al borde de una guerra abierta. La intervención de Juan Pablo II—vía el cardenal Antonio Samoré—no solo detuvo las operaciones militares, sino que instó a ambas dictaduras a firmar un armisticio que culminaría con el Tratado de Paz y Amistad de 1984. Más allá de la retórica, aquel gesto papal evitó un derrame de sangre en el Cono Sur y contribuyó a cimentar un nuevo clima de cooperación regional en la transición a la democracia.
- Arbitrajes coloniales del siglo XIX
El pontificado de León XIII (1878‑1903) inauguró un período en que el Vaticano mediaba entre varias potencias europeas. Desde el arbitraje sobre las islas Carolinas (1885) hasta la delimitación fronteriza entre Haití y República Dominicana (1895), el Papa se erigió como juez aceptado por las cortes de Berlín, París y Madrid. Aunque discreto, ese rol de “árbitro de última instancia” prefiguró las conferencias internacionales de La Haya (1899 y 1907) y aportó prestigio a la naciente idea de resolución pacífica obligatoria de disputas.
- Juan Pablo II y la caída del Telón de Acero
Karol Wojtyła, primero en Polonia y luego en el mundo como el Papa Juan Pablo II, encendió la llama de la disidencia contra los regímenes comunistas. Su histórica visita a Varsovia en 1979 dio al sindicato Solidaridad un aval moral que tensó la grieta interna del bloque soviético. Aunque otros factores económicos y políticos fueron claves, el Papa demostró que la diplomacia de la palabra y el reconocimiento simbólico puede acelerar procesos de cambio sistémico sin disparar un solo cañón.
El Papa Francisco I: gestos con impacto global
El pontificado de Jorge Mario Bergoglio actualizó la diplomacia vaticana a los tiempos de la globalización. Su característica discreción —mérito de un back‑channel fiable— produjo resultados tangibles:
- Restablecimiento Cuba–EE.UU. (2014): sin protagonismos públicos, el Vaticano facilitó el diálogo secreto entre Washington y La Habana, allanando el camino para la normalización tras 50 años de hostilidades.
- Tratado con Palestina (2015): en un gesto sin precedentes, la Santa Sede firmó un acuerdo que reconoce jurídicamente al Estado palestino, reforzando las aspiraciones diplomáticas de Ramala frente a la resistencia israelí.
- Proceso de paz en Colombia (2016): Francisco ofreció su sede para encuentros informales entre el Gobierno y las FARC, prestando su autoridad moral al acuerdo que hoy sostiene el fin de medio siglo de conflicto.
- Encíclica Laudato Si’ (2015): al calificar la crisis climática como “asunto moral”, el Papa influyó en la agenda de la COP21 de París, obteniendo el respaldo de jefes de Estado y del secretario general de la ONU.
- Encuentro con Kirill (2016): el primer saludo oficial en casi mil años entre los líderes de las Iglesias católica y ortodoxa, un halo de reconciliación que reverberó en las relaciones Este‑Oeste.
Más allá de los resultados concretos, lo que distingue a estos episodios es la autoridad moral que el Papa despliega como forma de “soft power”.
Poder blando y legitimidad moral del Papa
Joseph S. Nye acuñó el concepto de soft power para describir la capacidad de influir a través de la atracción y la legitimidad, en lugar de la coerción. En esa lógica, el Papa es un maestro: no dispone de ejércitos ni de reservas de petróleo, pero sí de un capital simbólico acumulado durante casi dos mil años. Su autoridad moral—resguardada por una tradición de defensa de vulnerables—le permite presionar a gobiernos, movilizar la opinión pública y articular coaliciones transnacionales en causas como la migración, la lucha contra la pobreza o la protección ambiental. En un mundo fragmentado y desconfiado de las instituciones seculares, el Vaticano conserva una aureola de imparcialidad —aunque a veces discutida— que concede a sus pronunciamientos un valor singular.
¿Y ahora?
Francisco I deja una impronta innegable: además de reforzar la diplomacia vaticana con gestos de paz y mediación, impulsó una apertura sin precedentes hacia otras confesiones –desde el histórico encuentro con Kirill hasta sus invitaciones a líderes musulmanes– y celebró la diversidad de pensamiento y de género. Su voz no sólo defendió migrantes y envió encíclicas ecológicas, sino que impulsó el diálogo interreligioso y la inclusión de comunidades LGBTIQ+ dentro del seno eclesial. Esta ampliación de miras no es un detalle anecdótico: subraya que el poder blando del Papa alcanza hoy no sólo por su autoridad moral, sino por su capacidad de tender puentes a quienes tradicionalmente quedaron fuera de la mesa. Esa es la herencia que hereda el próximo Pontífice y la razón por la cual, en un mundo polarizado, la sotana sigue teniendo más influencia que nunca.