
Por Antonio Miguel
Países del “tercer mundo”, o “tercermundistas”, es una expresión que comúnmente escuchamos en la calle y que en la mayoría de los casos se utiliza para referirse a nuestro propio país (Argentina), los países de Latinoamérica y otros países no centrales. Aunque en estos usos coloquiales subyace una connotación peyorativa, el término refiere a una clasificación académica que en el marco de la guerra fría permitía distinguir entre los actores del conflicto mediante una escisión en tres mundos: el primer mundo (Estados Unidos y sus aliados), el segundo mundo (Unión Soviética y sus aliados), y el tercer mundo (aquellos países que no estaban alineados en ninguno de los dos bandos).
Con la caída del muro de Berlín en 1989 y la desintegración de la URSS en 1991, comenzó un periodo en el que estas categorías se volvieron obsoletas. El bipolarismo quedó atrás y Estados Unidos se erigió como la superpotencia hegemónica. La clasificación en primero, segundo y tercer mundo ya no era explicativa, pues no había dos bandos con los cuales alinearse o no alinearse. Estas clasificaciones fueron reemplazadas por las categorías “países desarrollados” y —por oposición— “países en desarrollo”, que a priori aluden más a factores de nivel socioeconómico que a diferencias políticas.
Si “desarrollados” y “no desarrollados” son categorías que no se centran en lo político, es porque había un sistema predominante y por lo tanto clasificar políticamente no era necesario. Francis Fukuyama anunció el fin de la historia, ya no habría lucha, no habría grandes revoluciones, el capitalismo, las democracias liberales, se habrían impuesto y si no era entonces, lo sería en el corto plazo: el mundo iba a ser un conjunto de democracias liberales, la única clasificación posible.
A pesar de que esta teoría era bastante coherente en el periodo inmediato después de la Guerra Fría (algunos llaman a la década de los 90’ “global liberal moment”) —y por ello adquirió gran popularidad—, en la actualidad alcanza con prender la televisión o scrollear en X (ex Twitter) para darnos cuenta de que la democracia liberal no logró imponerse totalmente (pensemos en Medio Oriente o el Sahel, o más cerca, en Venezuela, Cuba o Nicaragua). De hecho, algunos países poderosos o Estados “polo”, con capacidad de competir con otros Estados, enarbolan valores bastante distintos a los que conocemos. En este punto hay que destacar la emergencia de China, el imperio que resurgió luego de una larga siesta de opio y dinastías.
Los principios que conocemos son los del orden internacional liberal (LIO por sus siglas en inglés). Con ello nos referimos a los principios surgidos luego de la segunda guerra mundial, aquellos reflejados en la Carta de la ONU y que básicamente se tratan de la libertad de los Estados, la soberanía, la autodeterminación de los pueblos y los derechos humanos. Sin embargo, desde mediados de la década pasada se nos hace imposible mirar a cualquier punto de la rosa de los vientos sin encontrar algún conflicto. Europa, Medio Oriente, Asia, África, América, algunos más, otros menos, dan lugar a la duda respecto a la conservación de todos estos principios enumerados: ¿pueden las instituciones actuales, sin ningún cambio, seguir preservando todos los derechos y reglas que en algún momento pensamos como ideales?
La proliferación de conflictos —en particular la invasión de Rusia a Ucrania— sumada al ascenso de China como potencia que puede competir contra la somnolienta hegemonía estadounidense, les permiten a algunos autores como John Ikenberry (2024) hablar de nuevo (aunque con marcadas diferencias) de tres mundos: el Oeste Global, el Este Global y el Sur Global. El Oeste Global es liderado por Estados Unidos y Europa y enarbola los —aún en pie— principios liberales, el Este Global es liderado por China y Rusia, y el Sur global (liderado posiblemente por India y Brasil) tiene menos forma que los otros dos, pero podría parecerse al antiguo tercer mundo: países que deciden según sus propios intereses, evitando el encasillamiento en alguno de los otros dos mundos.
Para los distraídos va una advertencia: No estamos en una nueva Guerra Fría, la hegemonía estadounidense en algunos aspectos, como el militar, sigue siendo arrolladora. Las espadas se blanden sólo en algunos aspectos específicos, principalmente el comercial y diplomático. Además, la proliferación de conflictos no nos dice que pueda establecerse un nuevo orden, más bien nos advierte sobre algunas deficiencias en el orden actual. Aunque hoy podríamos hablar de tres mundos nos estaríamos refiriendo siempre a una serie de facciones globales informales y no a entidades políticas formales y fijas.
¿Qué pasa con Argentina?
Aunque el gobierno actual se separe del sur global y vehementemente declare defender el orden liderado por Estados Unidos, hemos visto con el correr de los días una dosis de pragmatismo que lo obligó a acercarse a China, al Este Global. Es sensato no alejarse ni acercarse demasiado a alguno de los bandos en los que se concentra la lucha, facilitando ante diversas coyunturas un abanico de opciones y caminos a seguir. Quizá, como los Estados del indo-pacífico, la mejor táctica que puede tomar el Estado argentino para enfrentar el mundo actual sea la “diplomacia de la equidistancia” como propone Tokatlian (2024) en su libro “Consejos no solicitados sobre política internacional”. Aunque con algunos cambios, la planificación y la coordinación necesaria la política exterior argentina podría ser aún más ambiciosa y convertirse en un gran pescador en este río revuelto.
Cambios estructurales y a largo plazo de la política exterior son coherentes si tenemos en cuenta lo que afirma Ikenberry (2024): “esto será un juego de competencias que podría persistir por décadas”, además a diferencia de la Guerra Fría, “no habrá ganadores definitivos”. Este mundo que algunos ven como un caos puede en realidad ser el nuevo orden, un orden que estamos obligados a entender si queremos sobrevivir —al menos— por algunos años.