El 11 de septiembre de 2001 marcó un hito dentro de la historia mundial. Lo impresionante no fue el ataque a Estados Unidos en sí mismo, sino el autor de este: una célula terrorista llamada Al-Qaeda, un nuevo actor internacional que vendría a modificar el sistema internacional y definiría a futuro la geopolítica en Medio Oriente. A partir de entonces, la política de seguridad de Estados Unidos cambió radicalmente. El interés nacional se convirtió en mantener una coalición mundial para combatir al terrorismo internacional (Armcost, 2002) enfocado principalmente en Medio Oriente (lugar de concentración de las células terroristas), para salvaguardar la seguridad mundial mediante la hegemonía estadounidense. En este sentido, Medio Oriente se convertiría en el escenario de lucha contra el terrorismo, lo que modificaría la estructura de poder de la región.
Con la derrota de Al-Qaeda en Afganistán en 2011, apareció otra célula terrorista conocida como Estado Islámico (ISIS, por sus siglas en inglés) en Siria, que le impidió al Estado sirio consolidar su poder luego de las revueltas sociales. Pasaron 18 años desde la declaración de guerra de Estados Unidos hacia el terrorismo internacional, y más específicamente al establecido en Medio Oriente, hasta que en marzo de 2019 se declaró la victoria sobre el Estado Islámico y, en consecuencia, la salida estadounidense del territorio sirio.
¿Intervención es igual a paz?
La bandera que se colgó Estados Unidos desde aquel 11 de septiembre de 2001 en su lucha contra el terrorismo implicó que se permitiera intervenir en los países que daban refugio a estas amenazas. Así fue el caso de Afganistán y el más reciente, Siria. En este sentido, este último país ha sido hogar de conflictos internos desde 2011 debido a la Primavera Árabe, en donde las premisas que se buscaban era una apertura a la democracia y a los derechos sociales (Amnistía Internacional, 2016). Sin embargo, ante el vacío de poder, emergió la búsqueda del llamado Califato Islámico, es decir, una integración extra islamista. Fue gracias a estas revueltas que ISIS pudo ocupar un lugar privilegiado dentro de la estructura interna de poder de Siria (Ramírez, 2016).
Este fue el escenario en el que Estados Unidos, con su estrategia de seguridad internacional, que buscaba contrarrestar el extremismo violento y afianzar la seguridad internacional (Ministerio de Defensa, 2011), intervino en territorio sirio con el fin de establecer la paz mediante smart power (De Carlos Izquierdo, 2015). Es decir, una combinación entre el uso del hard power y el soft power (estrategias de poder duro y poder blando a la vez). No obstante, ante la falta de los resultados deseados, en 2017 se dio la implementación de una nueva estrategia (que consistía en una mayor agresividad y en evitar huidas de terroristas a países vecinos), que llevó a los Estados Unidos a enviar 2 mil soldados estadounidenses a Siria (U.S. Dept of Defense, 2017) a luchar contra ISIS. Al cabo de dos años, este cambio de estrategia llevaría a la derrota del ISIS.
El presidente Donald Trump sería el que daría a conocer la victoria sobre el Estado Islámico y, por lo tanto, el éxito de la estrategia estadounidense, pero sobre todo, que la paz se había alcanzado. Esto se tradujo, meses después, en un anuncio de la salida de las tropas estadounidenses del territorio sirio.
¿Y la hegemonía?
La decisión de la salida de Estados Unidos del complejo equilibrio de poder que se mantiene en Siria significa justamente eso: un nuevo desequilibrio de poder en la región y, por ende, un cambio dentro de la estructura de poder.
Las relaciones internacionales en Medio Oriente recaen, principalmente, en las intervenciones de las diferentes potencias regionales y extrarregionales. En el caso de Siria, la lucha contra el Estado Islámico se dio en dos grupos: por un lado, el grupo de Estados Unidos que apoyaron a las fuerzas kurdas, así como Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos, Bahréin, Qatar y Jordania (Bassets, 2014) que no apoyaban al gobierno de Bashar Al-Assad (este grupo tenía el principal objetivo de erradicar a ISIS, en donde EE.UU. dictaba las reglas del juego gracias a su poderío económico y militar (Banco Mundial, 2017); por el otro, se encontraba el gobierno sirio apoyado por Irán y Rusia, los cuales buscaban afianzar el gobierno sirio en el país mediante el apoyo militar (Bachelard, 2019).
En este orden de ideas, Estados Unidos, Irán y Rusia son los que se mantenían la estructura de poder debido a su capacidad militar e influencia dentro de la zona. Con el anuncio de la salida de las tropas de Estados Unidos, esta estructura de poder experimenta modificaciones. Es Rusia quien ha podido llenar el vacío de poder que ha dejado Estados Unidos. Un ejemplo de ello, es el acuerdo alcanzado con Turquía en marzo de 2020 para establecer un alto al fuego en la región norte de Siria, una luz dentro de un túnel lleno de conflictos. Esto podría traducirse en que Rusia podría convertirse en un mediador de futuros conflictos y, por tanto, esto le permitiría expandir su zona de influencia.
Estados Unidos, de acuerdo con la decisión del presidente Donald Trump, podría perder una zona importante de influencia, pues no hay que olvidar la importancia geopolítica de Siria. En este sentido, Estados Unidos debería replantearse sus objetivos a largo plazo dentro del sistema internacional y su posición dentro de este. Abandonar la estrategia de “policía internacional” no es algo que algún otro actor esté interesado en continuar, sobre todo en un sistema y estructura en el que Estados Unidos puede que ya no sea el actor principal.
Bibliografía
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Autora
Orianna Ruiz: Estudiante de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional Autónoma de México en la Facultad de Estudios Superiores Acatlán y co-fundadora de la Red de Estudios Globales Atlas Polaris. Enfocada en el análisis de política internacional, coyuntura internacional y geopolítica. Participó como ponente en diferentes foros y congresos.
