El último sha de Persia

Por Torres Camila Rocío

Mohammad Reza Pahlaví no fue solo el último sha de Irán, sino el rostro final de una monarquía milenaria que, al extinguirse con él, dejó al descubierto sus fracturas más profundas, su desgaste histórico y el abismo que la separaba del pueblo. Gobernó entre 1941 y 1979, en un tiempo marcado por tensiones entre un impulso modernizador y una represión feroz. Su caída lo empujó al exilio, y su legado, durante años, pareció olvidado. Sin embargo, tras los episodios que sacudieron al mundo en la llamada “guerra de los 12 días”, su figura regresa teñida de revisionismo. Y en ese resurgir, las declaraciones de su hijo, el príncipe Reza Pahlavi, resuenan con fuerza: asegura que hoy se abre una posibilidad concreta de avanzar hacia “un cambio de régimen” en Teherán. ¿Será esta la oportunidad histórica que el linaje esperaba?

La última monarquía de Persia

Mohammad Reza Pahlaví ascendió al trono en 1941, tras la abdicación forzada de su padre, Reza Shah, por presiones británicas y soviéticas en plena Segunda Guerra Mundial. Educado en Suiza y formado bajo una impronta occidentalista, su visión para Irán se basaba en un programa ambicioso de modernización, industrialización y secularización.

Fue durante su reinado que se impulsó la llamada “Revolución Blanca”, un conjunto de reformas que incluía la redistribución de tierras, el voto femenino, la nacionalización de recursos y la expansión del sistema educativo. A ojos de muchos en Occidente, era el rostro del progreso en Medio Oriente. Sin embargo, dentro de su país, estas transformaciones convivían con una creciente desigualdad, una clase política cooptada por el poder central y una brutal represión hacia cualquier disidencia.

El régimen del sha se sostenía no sólo por su aparato represivo —encabezado por la temida policía secreta SAVAK—, sino por una alianza estratégica con Estados Unidos. La monarquía era vista como un baluarte anticomunista en la región, especialmente luego del golpe de Estado de 1953 que derrocó al primer ministro nacionalista Mohammad Mossadegh con apoyo de la CIA. Ese episodio marcó un punto de inflexión: el sha reforzó su poder personalista, debilitó las instituciones republicanas y acentuó su dependencia de Washington, lo que generó una sensación creciente de alienación en sectores religiosos, nacionalistas y populares.

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Con el paso de los años, la imagen del “rey de reyes” se volvió insostenible. La ostentación de la corte, el autoritarismo, la falta de libertades y una economía que no lograba responder a las demandas de una población cada vez más joven y urbana fueron caldeando el clima social. A eso se sumó el liderazgo carismático del ayatolá Ruhollah Jomeini, que desde su exilio en Francia logró articular un discurso revolucionario que unía al islamismo político con la denuncia de la opresión y la corrupción del régimen.

La revolución islámica de Irán y la caída del sha

La Revolución Islámica no fue solo el derrumbe de una monarquía, fue un terremoto ideológico, político y espiritual que cambió para siempre el rostro de Irán. En el centro de ese movimiento emergió la figura del ayatolá Ruhollah Jomeini, un clérigo exiliado durante años, cuyas palabras cruzaban las fronteras en forma de casetes clandestinos, discursos incendiarios y cartas leídas en mezquitas abarrotadas. Jomeini supo interpretar mejor que nadie el malestar colectivo y denunció la corrupción del régimen, su subordinación a Occidente y la pérdida de identidad nacional bajo el barniz de una modernización forzada.

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Cuando volvió a Irán en febrero de 1979, fue recibido por millones como un líder mesiánico. Su regreso marcó el punto de no retorno: la revolución no solo exigía la salida del sha, sino la instauración de un nuevo orden basado en los principios del islam chiita.

Bajo su guía, la República Islámica tomó forma rápidamente, fusionando el poder político con la autoridad religiosa. En cuestión de meses, se redactó una nueva Constitución que otorgaba al líder supremo —figura encarnada por Jomeini— un poder absoluto sobre todos los asuntos del Estado. La modernidad tecnocrática que había querido imponer el sha fue reemplazada por un régimen teocrático que, desde entonces, ha moldeado la vida de los iraníes bajo una lógica completamente distinta.

El exilio del sha y su familia

Mohammad Reza Pahlaví inició su partida definitiva el 16 de enero de 1979, su exilio estuvo marcado por un fuerte sentimiento de derrota por parte de la familia real, pero también marcaría el final definitivo para el sha. Este arrastraba no solo una grave enfermedad, sino también el peso de un imperio caído.

En pocos meses pasó de ser el “rey de reyes” a convertirse en un huésped incómodo. Marruecos, Bahamas, México y Panamá lo recibieron con reservas, como quien le da lugar a un monarca sin trono. Terminó siendo un hombre aislado, vigilado por la CIA, sin pasaporte fijo, buscando tratamiento médico mientras el mundo discutía su legado y su lugar en la historia. Finalmente, fue Egipto el país que le ofreció refugio digno. El presidente Anwar el-Sadat lo acogió como a un igual, permitiéndole morir con cierta dignidad, lejos del juicio del pueblo iraní.

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La muerte del sha, el 27 de julio de 1980 en El Cairo, fue el cierre de un ciclo histórico. Con él no solo murió un hombre, sino una era. Su funeral, organizado con todos los honores por el gobierno egipcio, contrastó con el silencio oficial de su país natal. En Irán, la nueva República Islámica había borrado su nombre de los libros, prohibido su retrato, eliminado cada rastro visible de su reinado. Pero la figura de Mohammad Reza no desapareció del todo. Para algunos sectores, sobre todo en el exilio, su memoria se transformó en símbolo de modernidad traicionada, de una Persia que había querido mirar a Occidente antes de hundirse en el autoritarismo teocrático.

El legado del sha y la posibilidad de un cambio de régimen en Irán

En el contexto actual, resurge su figura por medio de su hijo, Reza Pahlavi, convertido desde joven en el heredero de una causa que parecía extinta. Exiliado junto a su familia en Estados Unidos, creció en un entorno que combinaba resentimiento y la constante tarea de mantenerse vigente. Reza se formó como piloto, habló en universidades, fundó grupos de oposición, y durante años su voz fue más bien marginal.

Pero los acontecimientos recientes en Irán han renovado el interés por figuras externas que ofrezcan una alternativa. Reza no promete restaurar el antiguo régimen, sino abrir el camino a un sistema democrático que incluya todas las voces, incluso la posibilidad de una monarquía parlamentaria.

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Hoy, su figura se divide. Para algunos, representa una salida posible, un símbolo de unidad frente al caos. Para otros, es apenas el recuerdo de una élite desconectada, un príncipe sin corona que habla desde el confort del exilio. Lo cierto es que su apellido vuelve a circular en los debates sobre el futuro de Irán. Y en un país donde la historia pesa tanto como la religión, el hecho de que alguien menciona nuevamente a los Pahlavi en tono esperanzado ya dice mucho. Quizá no se trate del retorno de una dinastía, sino del resurgir de un nuevo régimen que nunca terminó de apagarse del todo.

 

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